Meditación: He visto al Salvador
Jesús es el sembrador que siembra con confianza la semilla de su Palabra en la tierra de nuestros corazones humanos.
Evangelio:
Lucas 2, 22-32
Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.
Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo:
“Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos; luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel”.
Meditación:
El texto evangélico de hoy nos invita a reflexionar, en primer lugar, en que Jesús es el sembrador que siembra con confianza la semilla de su Palabra en la tierra de nuestros corazones humanos. El fruto de su siembra, no depende únicamente de Jesús, sino también de las diversas situaciones del terreno, es decir, de cada uno de nosotros, de la acogida que damos a la semilla y a la gracia de Dios.
Por ejemplo, puede ser que recibamos la Palabra de Dios sólo exteriormente y nos falte la adhesión a Cristo necesaria para conservarla; puede ser que ahoguemos la semilla con nuestra vida, el bienestar o el orgullo…
Para que la semilla crezca debe ser cultivada. El hombre debe sembrar, y también velar para que se desarrolle, es necesario impedir que el pecado, la superficialidad, la pereza, la inconstancia, destruyan las plantitas que están creciendo en nuestro corazón, y por el contrario debemos procurar hacerlas crecer con el ejercicio de las virtudes cristianas. Sin virtudes no hay santidad.
El Evangelio también nos presenta otra comparación: la de la semilla de mostaza que está llamada a convertirse en un arbusto grande. Este texto nos habla del desarrollo del Reino de Dios en nosotros. Este es el fin de nuestra vida: crecer como la semilla de mostaza hasta alcanzar la santidad.
Realicemos cada día un examen de conciencia para ver cómo va creciendo nuestra “semilla”, y detectar si la estamos dejando marchitar. Pidamos perdón y demos gracias a Dios por cada día que nos ofrece para corresponder a su amor.
Reflexión Apostólica:
¿Con qué disposiciones recibo la Palabra de Jesús? ¿La hago fructificar con buenas obras?
Propósito:
Hacer un examen de conciencia para ver qué virtud me hace falta ejercitar para crecer en gracia.
Evangelio:
Lucas 2, 22-32
Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.
Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo:
“Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos; luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel”.
Meditación:
El texto evangélico de hoy nos invita a reflexionar, en primer lugar, en que Jesús es el sembrador que siembra con confianza la semilla de su Palabra en la tierra de nuestros corazones humanos. El fruto de su siembra, no depende únicamente de Jesús, sino también de las diversas situaciones del terreno, es decir, de cada uno de nosotros, de la acogida que damos a la semilla y a la gracia de Dios.
Por ejemplo, puede ser que recibamos la Palabra de Dios sólo exteriormente y nos falte la adhesión a Cristo necesaria para conservarla; puede ser que ahoguemos la semilla con nuestra vida, el bienestar o el orgullo…
Para que la semilla crezca debe ser cultivada. El hombre debe sembrar, y también velar para que se desarrolle, es necesario impedir que el pecado, la superficialidad, la pereza, la inconstancia, destruyan las plantitas que están creciendo en nuestro corazón, y por el contrario debemos procurar hacerlas crecer con el ejercicio de las virtudes cristianas. Sin virtudes no hay santidad.
El Evangelio también nos presenta otra comparación: la de la semilla de mostaza que está llamada a convertirse en un arbusto grande. Este texto nos habla del desarrollo del Reino de Dios en nosotros. Este es el fin de nuestra vida: crecer como la semilla de mostaza hasta alcanzar la santidad.
Realicemos cada día un examen de conciencia para ver cómo va creciendo nuestra “semilla”, y detectar si la estamos dejando marchitar. Pidamos perdón y demos gracias a Dios por cada día que nos ofrece para corresponder a su amor.
Reflexión Apostólica:
¿Con qué disposiciones recibo la Palabra de Jesús? ¿La hago fructificar con buenas obras?
Propósito:
Hacer un examen de conciencia para ver qué virtud me hace falta ejercitar para crecer en gracia.
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